domingo, 26 de septiembre de 2010

El cuerpo del actor

Un cuerpo lleno de vitalidad y fuente de una energía transgresora de los límites de la racionalidad y convenciones sociales en busca de liberación y éxtasis.Cuerpo que ocupa el espacio, que lo habita y lo transforma. Cuerpo que crea el espacio. Cuerpo que se vincula con otros cuerpos y objetos. Cuerpo atravesado por el texto y los diversos órdenes significantes. Cuerpo recortado de lo cotidiano. Cuerpo grávido de otros seres. Cuerpo deseante y deseado, causa y consecuencia del deseo del Otro. Cuerpo expuesto a la violencia y al placer de la mirada.”*

MITOLOGÍAS

por ROLAND BARTHES


*DOS MITOS DEL JOVEN TEATRO

A juzgar por un reciente concurso de las jóvenes com­pañías, el joven teatro hereda con entusiasmo mitos del viejo (lo que hace que ya no se sepa demasiado bien qué es lo que distingue al uno del otro). En el teatro burgués, por ejemplo, el actor, "devorado" por su per­sonaje, debe parecer abrasado por un verdadero incen­dio de pasión. Hace falta, cueste lo que cueste, "hervir", es decir, arder y desparramarse a la vez; de allí las formas húmedas que adopta esta combustión. En una pieza nueva (que obtuvo un premio), ambos protago­nistas masculinos se desparramaron en líquidos de toda suerte: lloros, sudores y saliva. Se tenía la impresión de asistir a un tormento fisiológico espantoso, a una torsión monstruosa de los tejidos internos, como si la pasión fue­se una gruesa esponja mojada apretada por la mano implacable del dramaturgo. Es claramente comprensible la intención de esa tormenta visceral: hacer de la "psi­cología" un fenómeno cuantitativo, obligar a la risa o al dolor a adoptar formas métricas simples, de manera que la pasión también se convierta en una mercancía como las otras, un objeto de comercio, insertada en un sistema numérico de intercambio: doy mi dinero al teatro y, como devolución, exijo una pasión bien visible, casi computable; y si el actor llena bien la medida, si sabe hacer trabajar su cuerpo ante mí, sin trampas, si no puedo dudar del esfuerzo que realiza, entonces consideraré excelente al actor, le testimoniaré mi ale­gría por haber colocado el dinero en un talento que no lo dilapida, sino que me lo devuelve centuplicado bajo la forma de llantos y sudores verdaderos. La gran ventaja de la combustión es de orden económico: mi dinero de espectador tiene al fin un rendimiento con­trolable.

La combustión del actor se adorna naturalmente de justificaciones espiritualistas: el actor se entrega al de­monio del teatro, se sacrifica, se deja comer desde el interior por su personaje; su generosidad, la entrega de su cuerpo al arte, su trabajo físico, son dignos de piedad, de admiración. Uno valora esa labor muscular, y cuando, extenuado, vaciado de todos sus humores, viene a saludar al final, uno lo aplaude como a quien es­tablece un récord de ayuno o de levantamiento de pesas y se le propone secretamente ir a recobrarse, a renacer su sustancia interior, a remplazar toda esa agua con que ha medido la pasión que le hemos comprado. No creo que ningún público burgués resista a un "sacrifi­cio" tan evidente y estoy convencido de que un actor que sabe llorar o transpirar en escena tiene la seguridad de ganar: la evidencia de su labor impide ir más lejos en el juicio.

Veamos otro aspecto desdichado en la herencia del teatro burgués: el mito del hallazgo. Con este mito forjan su reputación directores de escena veteranos. Cuando representa La Locandiera, una joven compañía hace bajar los muebles del techo en cada acto. Esto resulta sin duda inesperado y todo el mundo vocifera por la invención: lo lamentable es que se trata de una invención completamente inútil, dictada visiblemente por una imaginación en apuros que a todo precio quie­re ser novedosa; como actualmente se han agotado todos los procedimientos artificiales de instalación del deco­rado, como el modernismo y la vanguardia nos han saturado con esos cambios a la vista, en que algún sir­viente —suprema audacia— dispone tres sillas y un sofá en la nariz de los espectadores, se recurre al último espacio libre, el techo. El procedimiento es gratuito, puro formalismo, pero poco importa: a los ojos del pú­blico burgués, la puesta en escena siempre consiste en una técnica del hallazgo y algunos "animadores" son muy complacientes con esas exigencias: se reducen a inventar. También en este caso el teatro descansa, una vez más, sobre la dura ley del intercambio: es necesario y suficiente que las inversiones del director de escena resulten visibles y que cada cual pueda controlar el ren­dimiento de su entrada: surge así un arte que anda a los apurones y se manifiesta ante todo como una secuela discontinua — y por ende computable— de logros for­males.

Como la combustión del actor, el "hallazgo" tiene su justificación desinteresada; se intenta otorgarle el valor de un "estilo". Hacer descender los muebles del techo se presentará como una operación desenvuelta, en armonía con ese clima de irreverencia vivaz que tradicionalmente se adjudica a la comedia del arte. Natu­ralmente, el estilo casi siempre es una coartada destinada a esquivar las motivaciones profundas de la pieza: dar a una comedia de Goldoni un estilo puramente italiano" (arlequinadas, mimos, colores vivos, semimáscaras, volteretas y retórica de la rapidez) es una manera fácil de despreocuparse por el contenido social e histórico de la obra, es desmontar la subversión agu­da de las relaciones cívicas; en una palabra, es misti­ficar.

Nunca se insistirá demasiado sobre los estragos del "estilo" en nuestras escenas burguesas. El estilo excusa todo, dispensa de todo y especialmente de la reflexión histórica; encierra al espectador en la servidumbre de un puro formalismo, de modo que hasta las revolucio­nes de "estilo" resultan meramente formales. El director de escena de vanguardia será quien ose sustituir un estilo por otro (sin volver nunca a tomar contacto con el fondo real de la pieza), convertir, como Barrault en la Orestíada, el academismo trágico en fiesta negra. Pero todo da igual y no significa ningún avance el rem­plazar un estilo por otro: Esquilo autor bantú no es menos falso que Esquilo autor burgués. En el arte del teatro, el estilo es una técnica de evasión.


“La ficción es realidad mientras dura y siempre acaba. ¿Qué otra cosa es la vida? ¿Qué otra cosa es la realidad sino un instante dilatado?”.

Luis de Tavira, El espectáculo invisible.


(*Fuente: Raúl Kreig, “El método en la actuación”. Santa Fe, abril 2008.


( BARTHES, Roland. "Mitologías", decimosegunda edición en español, 1999, siglo xxi ed. )

No hay comentarios:

Publicar un comentario